El pasado fin de semana, concretamente el sábado, la Fórmula 1 vivió uno de esos capítulos que seguro que muchos no quisieran haber visto. Tras la clasificación, la tabla de tiempos dictó que el poleman de la GP2, Stephane Richelmi, se hubiese metido en una más que digna décimo octaba posición de la parrilla de la Fórmula 1. Algo que también habría sucedido con su compañero en DAMS, Jolyon Palmer. Eso sí, con un GP2.
Pero si ver como los monoplazas de los dos últimos equipos de la parrilla eran superados en prestaciones por los monoplazas de la categoría monomarca, y soporte de la máxima categoría, es algo que ya nos habían avisado y que incluso ya había sucedido durante los test de pretemporada, quizás es mucho más alarmante que hasta 13 pilotos de la GP2 habrían mejorado el tiempo de la clasificación de los dos pilotos de Caterham, Kamui Kobayashi y Marcus Ericsson.
Pero más allá del ridículo que esto representa para las dos escuderías implicadas, Marussia y Caterham (las cuales siguen muy perdidas a la hora de encontrar su hueco en la Fórmula 1), la Fórmula 1 debería replantear ciertas cosas. No se puede vender a la Fórmula 1 como el cenit de la competición, del desarrollo tecnológico, cuando hay partes de la misma que están a niveles muy inferiores.
Es verdad que con el tiempo, y con el desarrollo de los monoplazas, y los motores (aunque sea en mucha menor medida), todo esto será una mera anécdota. Los Fórmula 1 acabarán superando sobradamente a sus "hermanos pequeños" de la GP2. El problema es que el precedente ya está creado.
Vía | La Vanguardia