Cuando acepté trabajar para Motorpasión lo primero sobre lo que quería escribir era acerca de la Época Heroica del automovilismo. Así que me he pasado la última semana empapándome de los comienzos en el libro Ten Years of Motor and Motor Racing, escrito por Charles Jarrott en 1906, uno de los grandes pilotos del amanecer del deporte del motor.
Al terminar, aunque es una obra maestra que transmite de una manera bestial, me sentí como si no hubiera conseguido llegar a ponerme totalmente en su lugar; así que he desempolvado mi fósil particular, una Montesa Enduro ’78 y me he echado al monte.
Después de tres horas he vuelto exhausto, sudado, con polvo y grasa en lugares de mi cuerpo que ni siquiera sabía que existían pero con una sonrisa de oreja a oreja, exactamente igual que los sportsmen de los albores; y más preparado para daros una pequeña semblanza de lo que fueron los años que van desde 1896 hasta 1903.
Unos tipos especiales
Seguramente, lo más destacable de la gente que creó el automóvil es su carácter. Son genios salidos de las clases medias-altas y altas de la sociedad, muchas veces con empleos que no tenían nada que ver son la afición a la que dedicaban todo su tiempo libre; y con una orientación innata hacia la aventura y la competición.
Pero es algo más que eso: no es que la aparición del automóvil sea su excusa para desahogarse a tope fuera de la oficina, sino que más bien se trata de hombres y mujeres que viven enamorados de la carretera y que se jugarán el todo por todo para demostrar lo válido de la nueva tecnología automovilística de combustión interna, cuando nadie la consideraba más que un juguete peligroso. Con su valentía se dotó al mundo del medio de transporte definitivo.
Ello les hizo merecedores de un manto protector casi sobrenatural, que posibilitó que esquivaran a la muerte durante años y que llevasen a cabo hazañas que en el Siglo XXI siguen pareciendo cosa de magia.
Pero bueno, dejémonos de cuestiones existenciales. En algún momento estos burgueses tuvieron conocimiento de la invención por parte de Daimler en Alemania del triciclo de combustión interna y decidieron seguir su estela y empezar a fabricarlos; o vieron un coche ya montado atronando por la calle y desearon que ese sonido se convirtiese en su sinfonía particular. Sea como fuere, todo esto cristaliza en Francia en torno a 1894, verdadero útero de la automoción.
Allí, un puñado de locos ponen su apellido a las marcas que fundan: Panhard-Levassor, De Dion-Bouton, Bollée, Peugeot, Renault, Darracq, De Dietrich o Mors. O, si no fabrican, compran. Un poco más tarde sucedería en Italia (FIAT, con la figura clave de V. Lancia) y Reino Unido (Napier), en torno a 1900.
No sólo se dedican a los automóviles sino que también, en un principio, a todo lo que les permita recorrer la carretera: existía gran predilección por los triciclos ligeros, especialmente adecuados para su uso en las primeras carreras; pero pronto serían desplazados por las motos, una vez se consiguiese que no fuesen infernales; y por los coches.
Además, personajes como Girardot, Panhard, Levassor, Bollée, Zborowski, Charron, De Kniff, los hermanos Farman y Renault, Fournier, Gabriel, Jenatzy, Lancia, Edge, el propio Jarrot o el barón de Crawhez, aunque finalmente se quedaron con el motor de gasolina, podían elegir entre otros de vapor, eléctricos o incluso de etanol.
Es decir, esto de las tecnologías alternativas no es nuevo. Un ejemplo muy claro es el primer coche híbrido de la Historia que se vendió significativamente, el Lohner-Porsche o Semper Vivus de 1899. Os hablamos de esa época alternativa en un artículo anterior acerca de los primeros híbridos y también os hablamos de los primeros eléctricos.
Las primeras carreras
Imaginaos a una pequeña comunidad de entusiastas, principalmente provinientes de Europa Occidental y EE.UU., con influencia suficiente en las altas esferas como para conseguir que les dejen utilizar las carreteras nacionales e internacionales como banco de pruebas y promoción para sus nuevos artefactos. Programan carreras que casi siempre salen de París y cada vez van más lejos: Burdeos, Marsella, Amsterdam, Berlín, Viena, Madrid… por caminos de tierra todavía diseñados unicamente para animales y en etapas de unas seis horas sin apenas descanso.
En un principio, no se hacía distinción entre vehículos de serie y de competición: se corría con todo a la máxima velocidad posible para probarlo y romper cualquier récord previo que estuviese al alcance de la mano.
Aprovechan bien estas verdaderas odiseas: las potencias, en apenas ocho años, suben en la categoría reina (coches) desde EL caballo hasta los noventa o cien; y las velocidades desde treinta kilómetros por hora hasta ciento treinta, con medias en carrera a la altura de 1903 de ¡cien por hora! El límite de peso de un coche de competición no puede pasar de mil kilos. ¿Os imaginais ir por pistas de campo con semejantes monturas y a esa velocidad? Hay que ser muy bueno y, sobre todo, creer firmemente en lo que estás haciendo.
El alma de estas carreras era el compañerismo y el buen rollo, causados por la incertidumbre; es decir, por no saber qué se van a encontrar en las carreteras, si el coche con el que están experimentando y que casi siempre es la primera vez que conducen aguantará, por la creatividad a la hora de resolver las averías que había que reparar sobre el terreno. Incluso, en definitiva, por no saber si iban a volver. En estas condiciones, el instinto y la determinación cobraban una importancia capital.
Y, sin embargo, ese riesgo se convierte en la fiesta de la superación, un gran jackass en el que todo está controlado: se pegan unas bofetadas de infarto pero, milagrosamente, casi siempre salen ilesos.
Mientras vuelan sobre el polvo, la niebla y los baches se suelen producir unas cinco o seis averías, desde reventones de neumáticos a roturas de bastidor.
Cuando ocurren, el piloto y su acompañante, ambos mugrientos, se convierten en artistas que interactúan con el entorno: pueden llegar a unir un chasis a punto de partirse con las maderas de una mesa del hotel en que se hospedan o serrar un pedazo del poste de una valla, practicamente delante de su propietario, para taponar un radiador reventado.
Eso sí, sin perder la educación, incluso cuando blanden una lata de aceite salpicante y la llave inglesa mientras dialogan enérgicamente con un guardia de los prepotentes por cualquier menudencia.
Es como la Cannonball, pero a lo bestia; más bonita, porque es una lucha noble entre el pionero y su paraíso de adversidad y cansancio; pero también de velocidad y comunión con la máquina y el entorno.
Las competiciones solían contar con el apoyo del Estado para evitar que, logicamente, la población se viese envuelta en un accidente. Precisamente, en parte fue una organización desbordada la que llevó a la prohibición de las carreras internacionales en una sola dirección, a raíz la tragedia de la París-Madrid de 1903.
La última vez
Durante esta carrera no hubo ángeles de la guarda y se estrellaron con consecuencias muy graves o fatales numerosos pilotos, entre ellos Marcel Renault. Y en más de una ocasión se llevaron por delante al público. Respecto a éste, en 1896 apenas le interesaba lo que era un automóvil pero a la altura de la París-Madrid más de un millón de personas se la jugó al máximo para ver pasar a unos tíos que cada vez eran más populares.
No es que los pilotos fuesen descontrolados: simplemente sucedió lo que en estadística se conoce como regresión a la media, un fenómeno por el que en una situación estable, como por ejemplo las carreras sin accidentes graves hasta 1903, se producen a veces anomalías puntuales, como la que constituyó la París-Madrid. La falta de organización hizo el resto.
Lamentablemente, en aquella época los gobiernos no tenían muy en cuenta este fundamento técnico y, además, las competiciones empezaban a darles demasiado trabajo. Así que, en la conmoción de lo sucedido, decidieron prohibir el camino que había llevado al nacimiento del automovilismo.
A partir de entonces surgieron los pilotos profesionales, los circuitos y sus grandes premios, y las pruebas en carreteras nacionales en recorrido circular, como la Gordon-Bennett, la Targa Florio o las Mil Millas. Y se acabó así con la competición tal y como la concebían muchos de los padres fundadores, que posiblemente sean los más grandes entre los héroes que componen la leyenda del automóvil.
De hecho, los historiadores solo les atribuyen esa condición a ellos.
He estado buceando en Youtube y me ha sorprendido los pocos videos que hay de los vehículos de esta época. Aún así, he encontrado algunas cosas jugosas para que podais haceros una idea aproximada de cómo son a color. Os las he dejado en los favoritos de mi cuenta personal.)
NOTA: Las fotografías escogidas para este artículo provienen en su mayoría del libro de Charles Jarrot Ten Years of Motor and Motor Racing. En cuanto a las ilustraciones, la primera de ellas es obra de Montaut y la segunda de Biscaretti di Ruffia y cortesía del Museo dell’ Automobile de Turín.