El primer atropello mortal con un coche autónomo no frenará la conducción autónoma, sino todo lo contrario
Esta semana ha caído un gran jarro de agua fría sobre el mundo del automóvil. Un coche autónomo ha atropellado mortalmente a una persona y las primeras reacciones indican lo que será una tendencia en el sector: tranquilidad, que no pasa nada. De momento se paralizan pruebas con coches autónomos, pero no hay lugar para alarmismos porque, en realidad, la muerte de una persona poco importa en el contexto de la conducción autónoma.
Este planteamiento, además de provocador, es muy duro y éticamente reprobable, sobre todo desde la perspectiva de quienes estamos del lado de las víctimas de tráfico y del lado de la Visión Cero. Pero desde la perspectiva histórica de la seguridad vial, todo parece indicar que ese planteamiento no se aparta demasiado de lo que nos espera por delante.
Mary Ward, Bridget Driscoll... y ahora Elaine Herzberg
En 1869, la científica angloirlandesa Mary Ward se convirtió en la primera víctima mortal de tráfico. Los hijos de su primo William Parsons, con quien Ward compartía investigaciones en el campo de la Óptica, habían estado trabajando en un revolucionario vehículo automóvil con motor de vapor, y lo estaban probando.
En aquel viaje viajaban a bordo del vehículo los inventores del mismo, el tutor de los jóvenes, Mary Ward y su marido. En una curva, Ward salió despedida del vehículo y se precipitó contra el suelo, donde una de las ruedas del vehículo de vapor la arrolló y terminó con su vida. Mary Ward tenía 42 años.
Esto sucedió en un contexto en el que los vehículos de vapor se percibían como grandes y pesados artefactos rodantes que podían causar graves daños. Un contexto en el que la Red Flag Act de 1865, una de las primeras regulaciones de gran alcance sobre vehículos automóviles, intentaba poner orden en un escenario que se aventuraba cada vez más peligroso para los peatones.
En aquel escenario, la ley obligaba a acompañar el paso de los vehículos con tres o cuatro personas, según la situación, que portaran banderas de advertencia a una distancia mínima de 55 metros. Además, limitaba la velocidad de los vehículos a 4 mph (6,4 km/h) en carreteras y a la mitad, 2 mph (3,2 km/h) en ciudad.
Ahora esas limitaciones de velocidad nos pueden parecer un chiste, pero no lo es tanto si contraponemos el dato a otro que nos ofrece la misma ley: la limitación de la masa de los vehículos a 14 toneladas, teniendo en cuenta la primitiva naturaleza de los frenos que equipaban.
Tampoco era despreciable el precario estado de adherencia tanto por parte de las carreteras... como por parte de las ruedas. Faltaban aún unos años hasta que en 1887 John Boyd Dunlop empezara a fabricar neumáticos, y dos más hasta que los hermanos Édouard y André Michelin montaran su factoría. Y tanto uno como los otros arrancaron su actividad abasteciendo el mercado de las bicicletas. Los vehículos de grandes dimensiones todavía deberían aguardar.
En 1896 Bridget Driscoll se convirtió en la primera víctima mortal por atropello. Ocurrió en las instalaciones de lo que fuera la primera Exposición Universal, celebrada en 1851 en Hyde Park (Londres), cuando Driscoll cruzaba la calle acompañada de su hija y de una amiga. Un vehículo promocional de la Anglo-French Motor Carriage Company, un fabricante de la época, empezó a zigzaguear mientras se dirigía a las paseantes. El resultado ya lo conocemos.
El suceso tuvo lugar pocas semanas después de que se hubieran ampliado los límites de velocidad a 14 mph (22,5 km/h), y de hecho hubo discusiones acerca de la velocidad que alcanzaba el vehículo. Según los datos del fabricante, era un máximo de 8 mph (12,8 km/h), aunque para la demostración se había limitado a la mitad, 4 mph (6,4 km/h), según aseguró el conductor del vehículo, Arthur Edsall.
En 2018 Elaine Herzberg se ha convertido en la primera víctima mortal por atropello de un coche autónomo. Tenía 49 años, y no es necesario que contemos qué hacía cuando fue alcanzada por el vehículo, porque en este siglo XXI que todo lo graba disponemos de un vídeo que nos permite asistir como mudos testigos a sus últimos instantes de vida.
Hace casi tres años, firmé un artículo de opinión y reflexión sobre el debate de la responsabilidad en caso de atropello. Por desgracia, toca ahora desempolvar aquel texto, del que extraigo estas preguntas que me hacía yo entonces, cuando situaba en un escenario potencial, pero previsible, el primer atropello mortal producido por un coche autónomo:
¿Marcaría un punto de inflexión la primera víctima de un coche autónomo, o todo seguiría adelante? Al fin y al cabo, desde la muerte de Mary Ward en 1869, los automóviles no han dejado de rodar. ¿Cambiaría algo el hecho de que una máquina que reemplazara al hombre lo hiciera manteniendo uno de sus principales defectos?
Seguramente la respuesta es no. El primer atropello con un coche autónomo no frenará la conducción autónoma, sino todo lo contrario: servirá para impulsarla.
El ejemplo de la velocidad máxima en ciudad
Una pista para deducir por qué esto es así la tenemos en el actual límite de velocidad genérico para vías urbanas: 50 km/h. Circular a cincuenta kilómetros cada hora supone recorrer casi catorce metros a cada segundo que pasa. En unas condiciones como esas, hay que prever que por cada segundo que tardamos en reaccionar ante un estímulo el vehículo se mueve 13,89 metros.
Pero no sólo se trata de eso. Antes de instaurarse este límite, la circulación en vías urbanas se realizaba como máximo a 60 km/h. El criterio empleado para imponer ese límite era que la mayoría de los conductores, en torno al 85 %, lo venían haciendo así. Un criterio como otro, con un solo problema: perpetuaba la situación, es decir, unos índices de siniestralidad descontrolada en ciudades.
Una de las razones para rebajar la velocidad a 50 km/h estuvo en los resultados de las pruebas de choque lateral de los vehículos, que se realizan a esa velocidad. En vías urbanas los choques más graves tienen como punto clave los laterales de los vehículos. Limitar la velocidad de circulación en consonancia con esa debilidad estructural era un punto a favor de los 50 km/h como límite genérico en ciudad.
Otra razón, que ahora nos viene al pelo, derivó del estudio de la siniestralidad sobre peatones. A una velocidad de 80 km/h, por ejemplo, la probabilidad de mortalidad en caso de atropello se disparaba hasta el 100 %, mientras que a 50 km/h esa probabilidad se reducía al 50 %. A 30 km/h, la probabilidad de mortalidad decaía hasta el 5 %.
Visto así, uno podría pensar que lo mejor es circular siempre a un máximo de 30 km/h y contar con la tasa de mortalidad por atropello menor que sea posible. Incluso, llevando el caso al extremo, podríamos pensar en prohibir los desplazamientos en vehículos y esa tasa por atropello sería nula.
Sin embargo, en el terreno de la seguridad vial hay dos métricas que aparecen contrapuestas: la seguridad y el riesgo. Si circulamos de forma absolutamente rápida ponemos en compromiso la seguridad, en la misma medida que si perseguimos la máxima seguridad absoluta más nos vale no movernos de casa.
En el justo término medio está la virtud, decía Aristóteles. Pero esa búsqueda del justo término medio nos lleva a una conclusión que formuló hace ya años el doctor Jesús Monclús, que de Seguridad Vial sabe un buen rato, y que resulta algo estremecedora:
El legislador –que sabe que a nadie le gusta que le hagan esperar, o que le obliguen a circular innecesariamente despacio– consideró en su momento que un 5-10 por 100 era un porcentaje de fallecidos aceptable y que ése debía ser el límite de velocidad en aquellas zonas urbanas en donde coexistieran habitualmente los vehículos y los peatones o los ciclistas.
Dicho de otra manera, en el continuo seguridad-riesgo hemos aceptado, como sociedad, que uno de cada dos peatones atropellados en una avenida de una ciudad pueda fallecer. Lo aceptamos, en pro de poder circular y llegar a tiempo a nuestros quehaceres.
Es cierto que en los últimos años la tendencia es a preservar vidas. De hecho, por esa razón hace ya tiempo que florecen las zonas a 30 (y en ciertos casos, incluso se anuncian límites de 20 km/h). Algunos solemos decir que una sola muerte en el asfalto es demasiado, y lo decimos porque creemos en esa premisa. Sin embargo, habría que ver hasta qué punto ese interés por preservar la vida que aparentemente tiene nuestra sociedad debe entenderse de forma absoluta o relativa.
El dilema de la víctima de tráfico
No es baladí poner el ejemplo de la velocidad. En el primer atropello mortal de la historia, el caso de Bridget Driscoll, la velocidad fue un factor que centró los debates en torno a la aceptación de la circulación de vehículos motorizados por las vías públicas. En el caso de Elaine Herzberg, la primera víctima mortal por atropello de un coche autónomo, el ejemplo de la velocidad nos sirve para ilustrar hasta qué punto como sociedad somos capaces de aceptar la muerte de una persona.
El dilema del tranvía, aplicado al coche autónomo, habla de un coche conducido por una persona que se salta un semáforo en rojo, lo que le plantea al coche autónomo dos opciones:
- Seguir adelante y chocar contra el coche, en el que viaja una familia de cinco personas.
- Girar y chocar contra otro coche en el que solo hay una persona, matándola.
En el caso del dilema de la víctima de tráfico, el desarrollo de la conducción autónoma nos lleva a un escenario en el que la sociedad se debe plantear ya cuál de las opciones es menos mala:
- Seguir adelante aunque fallezcan más peatones, porque en un futuro la conducción autónoma reducirá sensiblemente la siniestralidad vial.
- Girar, abandonar la conducción autónoma y chocar contra la cruda realidad que componen 1,3 millones de fallecidos y 50 millones de heridos cada año en siniestros viales, en todo el mundo.
Lógicamente este dilema de la víctima de tráfico, aplicado al desarrollo de la conducción autónoma, parte de una premisa que aún está por demostrar: los coches autónomos eliminan al conductor, y por tanto reducen buena parte de ese 70 al 90 por ciento que hoy por hoy representa la responsabilidad del factor humano en los siniestros viales.
A esta premisa se le pueden poner todos los peros que queramos: la mujer atropellada era factor humano, la persona que supervisaba el coche autónomo estaba distraída, el responsable de iluminar la carretera consideró innecesario gastar dinero en hacerlo... Con todo, esa premisa es la que rige hoy en día cuando se habla sobre los coches autónomos: en un futuro, evitarán siniestros viales.
Dicho esto, y aceptada como válida esa premisa, tenemos que tanto la muerte de Mary Ward, en primer lugar, como la muerte de Bridget Driscoll, más adelante, nos recuerdan que no por causa de sus pérdidas se interrumpió el desarrollo de la automoción.
De vuelta al caso que nos ocupa, el primer atropello mortal por un coche autónomo servirá para que la industria tome buena nota de lo sucedido, y para que se investigue más acerca de cómo reducir los riesgos viales ligados a la conducción autónoma. En cualquier caso, no es de esperar que esta sociedad que es capaz de autoengañarse con la búsqueda de un "justo término medio" entre la seguridad y el riesgo lamente tanto una pérdida humana como para sacrificar una potencial mejora que se cifra en millones de vidas.
Según la evolución de los hechos que hemos visto en los últimos 149 años, desde que Mary Ward murió, Kant estaba equivocado con su imperativo categórico: al sector del Automóvil no lo frenará la muerte de una víctima. Nunca lo hizo y nunca lo hará.