Ayer os estuve contando acerca del hortera y genial E.L. Cord. Escribí sobre que tenía el don de gentes imprescindible para realizar el sueño americano. Gracias a éste, durante los años veinte pasó de vendedor de coches a presidente de un imperio del transporte que llevaba su nombre.
El supervendedor Cord era un advenedizo. Es decir, no pertenecía ni a la vieja aristocracia automovilística pionera de Detroit ni mucho menos a las élites estadounidenses. Por ello, fue mal recibido y peor considerado cuantos más y mejores negocios arrebataba a la competencia.
Cometió irregularidades fiscales y la agencia tributaria post crack del 29 fue a por él. Le obligó a capitular y liquidar su corporación, hecho con el que su vida en el paraíso llegó a su fin. Sin embargo, en herencia dejó tres dioses de la automoción norteamericana: Auburn, Cord y Duesenberg. Veamos el primero de ellos.
El mercado norteamericano y la híbrida Cord Corporation
Antes de entrar en materia hay que precisar un par de cosas más para que contextualiceis correctamente el artículo.
En primer lugar, dentro del mercado estadounidense de la los años veinte y treinta nos encontramos con dos tipos de fabricantes: los gigantes, como la General Motors, Ford o Chrysler, los cuales practicamente tenían una marca para cada segmento; y los constructores independientes, del tipo de Packard, Studebaker o Nash, con sólo un nombre.
En segundo y último, la Cord Corporation es una especie de híbrido entre ambos. Su dueño compró Auburn, la pieza principal del puzzle, dirigida a la clase media. Despues añadió Duesenberg, los Bugattis americanos, que le daban fama pero no dinero. Finalmente, inventó la Cord, su propia marca, escalón intermedio entre las otras dos y que fue un fiasco comercial.
Poseyó también Lycoming, una fábrica de motores; y LaGrande, carroceros. Además de intereses en aviación y demás transportes. Por tanto, era una especie de fabricante independiente que había comprado lo necesario para motorizar y carrozar sus vehículos.
Dicho esto, vamos allá.
Los años de éxito
Tal y como leíais en el primer post, Auburn (Indiana, 1900-37) fue una perfecta mediocridad hasta que, en 1924, Cord asumió el mando. El asunto, en un principio, no pintaba nada bien: Tenía setecientos Beauty Six en stock que había de vender si quería evitar la bancarrota de la compañía y emprender su relanzamiento.
La cosmética, como por ejemplo pintura en dos colores o molduras niqueladas, le permitió sacárselos de encima en apenas un año. A continuación, en el bienio 25-26 cuatriplicó las ventas gracias, en gran parte, al motor ocho cilindros que puso a la venta. El resucitamuertos seguía en forma.
Ahora bien, podía hacerse aún más: venderse mejor. Cord sabía muy bien que lo más importante para una marca es dotarla de una imagen diferenciada. Para ello, se decidió a crear uno de los speedsters más bellos de la época clásica, el 8-88.
Carrocería biplaza de cintura baja, pintada en tres tonos y con un minísculo parabrisas inclinado. Deportivo y fascinante con su trasera nautica, encandilaba a los conductores más jóvenes. Todas estas características hicieron del Speedster el señuelo perfecto para que la mayoría de clientes potenciales de la Auburn, no tan atrevidos como para comprarlo, adquirieran el resto de modelos absolutamente convencionales.
Además, le hicieron pasar por boxes y tirarle los trastos a los grandes deportivos esdounidenses del momento, como por ejemplo Stutz o Paige, cuyos precios triplicaban los de los coches de Cord. Logicamente no les mojó la oreja, pero el 8-115 (evolución de dicha potencia del 88) sí consiguió tiempos homologables al rodar a casi 200 kilometros por hora en Daytona.
Finalmente y llegados a este punto, el chico prodigio puso dinamita al hacer creer que la casa producía en serie limitada. Gracias a ello las ventas de 1927, sencillamente, viajaron a la luna. Por su parte, las de 1929 contituyeron lo más lejos que llegaría Auburn, situándola decimotercera en la clasificación nacional.
La crisis y el principio del final
Y entonces… sucedió. La confianza, la tierra que sostenía y sostiene Wall Street, se abrió; precipitando al mundo a través de las mismas ventanas de los rascacielos por las que se tiraban los brokers arruinados. Como no podía ser de otra manera, las ventas de automóviles cayeron en picado.
Pero, curiosamente, no serían los efectos económicos de la crisis negra los que tumbaran a Auburn. Gracias a la concentración vertical del imperio de Cord y tal y como atestiguó la prestigiosa revista Business Week, aguantó el tipo bastante bien.
Es más, en 1932 se lanzó a producir el V12 más económico del mercado, con unos memorables 160 CV a 3.500 RPM. Empotrado en la pertinente carrocería speedster, el 12-160 invitaba ser conducido. Fuerte.
Más bien, lo que sí borraría del mapa a la marca de Indiana fue el cambio de mentalidad que provocó el batacazo económico. Antes, la gente admiraba, quería ser como esos ricos que jugaban en bolsa y que habían alumbrado a la sociedad de consumo actual. Era como para hacerlo: el nivel de vida había aumentado hasta cotas impensables hacía quince o veinte años.
Ahora los despreciaban. Por tanto, un coche como el 8-125 o el 12-160 que vendía asemejarse a los aristócratas financieros no podía seguir triunfando. La clase media ya no quería tener nada que ver con aquellos cuyos errores habían provocado el infierno sobre la Tierra que fueron los años treinta del siglo XX.
Auburn, simplemente, pasó de moda a la altura de 1933. A ello contribuyó fuertemente el que su dueño hubiera tenido que huir de la mafia y el fisco a Europa. El creador de imagen se había marchado, dejando la clave de bóveda de su emporio automovilístico en manos de dos directivos de la Duesenberg.
El canto del cisne
Gordon Buehrig y August Duesenberg, tal y como como hemos dicho al comienzo, fabricaban Bugattis a la americana que, muy probablemente, eran mejores que éstos. Ambos encarnaban, respectivamente, a unos magos del diseño y la ingeniería los cuales no tenían ni idea de hacer negocios.
Ante el descenso continuado de las ventas de Auburn, optaron por renovar el gancho comercial Speedster. Sin embargo, no variaron el enfoque publicitario tradicional y dotaron al coche de una carrocería aerodinámica que, si bien cortaba la respiración, era ostentosa. No podía ser de otra forma: eran 12-160’s reciclados.
El nuevo 851 de 1935, no obstante, llevaba un ocho cilindros de 115 CV que, sobrealimentado, acariciaba unos celestiales 150. Los tubos de escape flexibles que salían del capó, seña de identidad de la Cord Corporation, no hacían más que conferirle un aspecto aún más imponente.
Lamentablemente y como era de esperar, no tuvo éxito. Esta vez incluso encontró competencia familiar en el alucinante Cord 810.
El supervendedor regresó en 1936 a los Estados Unidos pensando que la tormenta había pasado. Nada más lejos de la realidad: el fisco le cayó encima enseguida y al año siguiente hizo que liquidara su imperio. Irremediablemente, Auburn fue vendida junto con todo lo demás y a partir de entonces se dedicó a la fabricación de aparatos de aire acondicionado.
Sus automóviles legendarios, sin embargo, permanecen.
Fotografía | Rex Gray (imágenes 1,6,7,8), MartinHansV
En Motorpasion | Cord Corporation Volumen 1 – E.L. Cord, Cord Corporation Volumen 3 - Duesenberg, el dios americano