Hace quince días decidí que era una buena idea escribir en Motorpasión sobre el ingieniero Wifredo P. Ricart y sus turismos rápidos, los Pegaso. Hace ochenta años el compatriota Ortega y Gasset nos prevenía acerca del deseo de ser como los demás y vulgarizarlo todo, dejando así de creer en nuestros sueños y en el durísimo trabajo que requieren; para deslizarnos a una vida relajada y vacía de sentido.
Ricart es un buen ejemplo en estos tiempos de lo definitivo que puede ser no seguir a la masa.
Antes de continuar leyendo, ha de quedar clara la fuente gracias a la cual escribo este artículo: se trata del libro Ricart – Pegaso: La Pasión del Automóvil, también conocido dentro de la afición a los clásicos como la biblia Pegaso. Escrito por Carlos Mosquera y Enrique Coma-Cros a finales de los ochenta, es una magnífica obra de investigación que, si al terminar el artículo os pica la curiosidad, os recomiendo.
Asimismo, es necesario que fijemos la base sobre la que me gustaría que or imaginárais el relato, es decir, la personalidad de este ingeniero español. Es humilde y colaborador, con una sed de conocimiento insaciable. Un apasionado de la teoría tecnológica, casi un profesor que gusta de enseñar en seis idiomas y que prefiere ser pionero y arriesgarse con soluciones nuevas para promover el avance científico, pero también intelectual y moral. Uno de sus colaboradores lo definió una vez como poeta-técnico.
El joven Ricart
Este tipo nace en la Barcelona de 1897, en el seno de una familia burguesa de clase media-alta. Las dos circunstancias posibilitan, en parte, el que pueda convertir su formación en el arte de crear automóviles de alto rendimiento. Sin embargo, en la España de entonces no existía infraestructura que lo permitiese.
Para conjurar esta situación, W.P. Ricart procede sistemáticamente de la siguiente manera: entra a trabajar en fábricas de herramientas industriales y agrícolas y convence a sus dueños para experimentar. Y es que, también, su don de gentes es como un quásar. Al menos hasta que el capitalista se daba cuenta de que aquella aventura deportiva no le llevaba a ninguna parte.
Así se desenvuelve en 1922, cuando es contratado por Pérez de Olaguer y Feliú y, además de desempeñar excelentemente su trabajo, construye la siguiente voiturette:
El Ricart-Pérez está equipado con un 1.5 litros capaz de espolear a sesenta caballos a 6.000 RPM, régimen de giro poco común en la época. El secreto está en una mecánica de carrera corta, con ¡dos árboles de levas en culata y dieciseis válvulas!
Las características técnicas mencionadas y el puente trasero De Dion, además de la búsqueda de la máxima rigidez, estabilidad y ligereza son las señas de identidad de las máquinas del catalán.
Se bate con su primer coche en una de nuestras carreras más internacionales, la Subida a la Rabassada, y gana.
Al cerrarle el grifo su primer mecenas, decide, por primera y última vez, convertirse en empresario. Está convencido de que podrá hacerse un hueco en la lucha espartana que por su supervivencia sostienen unas pocas marcas españolas, como por ejemplo David, Elizalde o España.
La base de su nuevo negocio es un lobo con piel de cordero: una berlina exteriormente al uso que camufla tecnología puntera y con la que compite en mangas de camisa y sombrero, y vuelve a ganar.
Prueba de ello es que pudo derivar al siguiente proyecto, participante en las pruebas del famoso Circuito de Terramar:
(No sé a vosotros, pero a mí me dan ganas de poner sus pistones a girar en órbita alrededor de la Tierra.)
El profesor W.P. Ricart
La crisis global de 1929 le empuja a dejar su Ricart y comenzar a desempañarse como consultor de todo tipo. Aún así, tres años después tiene tiempo de fabricar un atípico motor diésel de dos cilindros y cuatro pistones que circula a 85 Km/h y consume ¡Seis litros a los cien!
A estas alturas de su historia es ya un profesional consagrado y con reputación internacional al que la marea del éxito ha bañado en contactos: será contratado por Alfa-Romeo en 1936. Recordemos que la marca italiana responsable de maravillas como este 6C 2300 quebró en 1933 y llevaba nacionalizada desde entonces.
Ahora es una de las empresas que sostiene el prestigio exterior del infernal régimen totalitario de Mussolini. Ello implica, al igual que en el III Reich, muchísimo dinero para investigación y desarrollo.
W.P. Ricart desarrolló material bélico (camiones, motores de avión, entre otros) para el ejército italiano durante la guerra contra el nazismo. Asimismo, apoyó a los franquistas durante la Guerra Civil Española, a las órdenes del General Kindelán. A la luz de estas informaciones, es lógico que os preguntéis si el ingeniero sobre el que estais leyendo era un fascista.
En mi opinión, creo que se trata de un conservador burgués que, como el resto de integrantes de su clase, en un contexto de crisis económica, política y social; estaba aterrorizado por la posibilidad de la expansión del comunismo.
Hecha esta aclaración, Ricart se convierte en nada menos que la cabeza técnica de Alfa en 1940 y deja allí, antes de marcharse en 1945, tres joyas de la automoción. Una de ellas es el motor radial de aviación de combate de 28 cilindros y 2.500 caballos. Otra es el automóvil de gran premio Tipo 162, en el cual se montó delante un propulsor 3.0 16 cil. en V, a lo Auto Unión. Erogaba 560 equinos a 8.000 RPM.
Finalmente, quizá la novedad más especial fue el cuadriciclo Tipo 512, al que se motorizó mediante un bóxer de 12 cilindros en posición central, de 1500 cm3 y con 338 CV.
En 1945 vuelve a España y lleva a cabo su mejor trabajo… pero esa historia pertenece ya al mañana.
En Motorpasion | Con un poquito de mano izquierda... (Segunda parte)