Si te fijas, en muchas ocasiones me refiero a las actitudes de los que poblamos la fauna en ruta. Es de cajón. Si uno conoce la norma y físicamente es capaz de cumplirla, cuando no la cumple es por una cuestión de actitud. Me pongo por ejemplo: llego a un poblacho, veo la señal de 50; como poder, puedo quitar el pie del acelerador, pero pienso: “¿Pa qué, si no hay nadie?” Cuestión de actitud.
Y llegamos así al segundo párrafo, donde te cuento que Reverfons me inspiró el otro día (ya van dos) el tema de hoy cuando en el tiroteo por lo de Ángel Carromero sacó a relucir el sentimiento de culpa. Cito (y marco con rotulador lo que me interesa destacar para lo de hoy):
Teniendo en cuenta que te pillan una de cada 10 que haces, tener 42 multas en 4 años es un canteo se mire como se mire… Yo llevo 8 años de carnet y una multa por aparcamiento y otra por meterme en una zona restringida a residentes del centro de Madrid, las famosas APR, y en ambas me sentí fatal (pasa cuando conduces preocupándote por ser buen conductor) por no haberlas evitado ya que las infracciones no las cometí con premeditación, pero eso no quita que las cometiera.
Pues sí. Eso pasa cuando conduces preocupándote por ser buen conductor… si es que existe el buen conductor. Dejémoslo en que hacer algo que sabes que no es correcto, ya sea desde un punto de vista normativo… o desde un punto de vista de la otra normativa, la convención social, los valores morales, etcétera, te llama la atención y te hace pensar sobre lo que has… bueno, te hace sentir culpable.
Ahora que hemos sacado los colores a Reverfons, voy yo mismo con una anécdota personal, que ya sabes que tengo un armario lleno. Sucedió tiempo después de plantearme lo de meterme a profe. Por si no lo sabes, te cuento. Cuando ya es demasiado tarde y ya has hecho un primer examen de acceso, uno de tipo teórico que sirve para cribar al grueso de los candidatos, viene el turno del examen práctico de acceso a la formación, y ese lo realizas con tu coche particular y en compañía de un examinador de Tráfico, con una tolerancia que es la mitad que la que tiene un tío que se saca el B.
Hombre, sí, llevar a tu derecha a un señor que puede firmar para que dejes plantada tu formación durante un mínimo de dos años, que es lo que por aquel entonces tardaban en salir las convocatorias, quieras que no pone un poco nerviosillo. Y más, cuando uno ha conducido por aquí y por allá y no acaba de ser consciente de si comete más o menos errores en la circulación del día a día. Errores de los de hilar fino, quiero decir.
Y allí estaba yo.
La cara esa que pones cuando sabes que lo has hecho mal
Y cometí un error, claro. Nada enorme, sólo ocurrió que al circular por una avenida de doble sentido me tocó girar hacia la izquierda en un semáforo. Había tráfico, pero los coches iban tirando, y justo cuando me tocó a mí… pues nada, que de repente me encontré con el desfile del Día de la Patria y se pusieron a pasar dos mil coches en sentido contrario sin que se abriera hueco alguno. Y el semáforo pasó a rojo. Y yo allí. No es lo más mortal del mundo, pero una falta leve me llevé. Me supo mal.
Saltemos en el tiempo un poco más todavía y vayamos a un ejemplo menos flanders. Nos plantamos en la Barcelona de hace unos cuantos años. Noche cerrada. Salía yo de una feria que había en Montjuïc en la cual estaba como expositor. Mi camisa y mi corbata eran ya un trapo de los de pasar por barra de bar, de lo mojadas que estaban. La acreditación que pendía de la corbata era un pergamino. Desde las 6:00 que estaba en pie, a eso de las 23:00 que debían de ser no conocía ni a mi madre.
El tráfico era pastoso, horroroso, caótico, inverosímil, asqueroso. En la radio explicaban que el colapso era histórico. Y aquello que vas tirando detrás del coche de delante, como quien juega a Rey. Por donde pisa el Rey, pisas tú. Si él avanza, yo avanzo. Si él frena, yo freno. Mis neuronas están tan aturdidas que apenas tengo capacidad de reacción. Voy tirando, voy tirando, voy… Coño, ¿qué ha sido ese ruido? ¿La derecha? ¿La ventana derecha? ¿A ver…?
Un agente de la Guàrdia Urbana sentado en su moto golpea la ventana de mi coche con su nudillo enguantado. Me dice con la mano que baje la ventanilla. Lo hago con – creo – cara de muerto viviente.
– ¿No ha visto que el semáforo de ahí detrás estaba en rojo?
– ¿Eeeh? Pues… no, la verdad. Iba tirando detrás de ese coche y no…
– ¡Pues las señales hay que mirarlas, hombre!
– No, si ya…
– Venga, vaya con cuidado.
Y cerré la ventana mientras asentía con la cabeza como quien acaba de recibir un mazazo en la misma. Al llegar a la siguiente esquina, como dieciocho horas bisiestas más tarde, giré a la derecha y paré el coche en el primer hueco que encontré. Aquella minibronca me había dejado más hecho polvo que cualquier palo económico que me pudiera haber dado el guardia.
Más eficaz que cualquier multa
Sentimiento de culpa. Eh, y de alivio para el bolsillo, claro que sí. Pero la culpa pesaba más. Me puse a descansar en aquella calleja hasta encontrarme bien para conducir. Aún hoy, y ha llovido desde entonces, recuerdo este episodio con claridad. No creo que pagando una multa hubiese aprendido más.
No soy psicólogo ni psiquiatra, pero supongo que el sentimiento de culpa tiene cierto componente positivo, por más que en los tiempos que corren esté mal visto reconocerse como culpable de algo. “No buscamos culpables, buscamos soluciones”, oigo una y otra vez. Y hombre, sí, vale, una paliza por cometer un error, no; y retorcerse en el dolor, tampoco; pero reconocerse culpable, sin mayores dramatismos, entiendo que es sano.
Entiendo que es sano porque, aunque no entienda yo mucho de estas cosas, supongo que sentir cierta culpa, no una culpa que te lleve a la locura, sino cierta culpa, es sinónimo de tener empatía, y en algún sitio he leído yo que para conducir con una actitud proclive a la seguridad vial hay que ser empático. Ponerse en la piel del otro es la mejor medicina para entender que no está bien hacer a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti.