Milton Reeves estaba obsesionado con añadir ruedas a los coches, y se equivocaba
Milton Reeves (1864 - 1925) fue uno de esos inventores que hace un siglo poblaban los Estados Unidos. Fue también el responsable de más de cien patentes. Y, sí, también fue un tipo que se obsesionó con la posibilidad de añadir ruedas y más ruedas a los coches que fabricaba. Primero lo hizo con el Octoauto y luego con el Sextoauto, "la hermana pequeña del Octoauto", según anunciaba para promocionar sus novedosos automóviles.
De hecho, Reeves confiaba en que añadir ruedas a los automóviles los haría más cómodos. Y es que la suya es una de esas historias de superación de las dificultades por la vía de la ingeniería y la inventiva. Aunque los éxitos que cosechara a lo largo de su carrera fueran algo irregulares. Casi tanto como las velocidades de las sierras que se utilizaban en la serrería en la que trabajó allá por 1879, y que acabarían inspirando al inventor la primera transmisión de velocidad variable.
Pero eran los albores de la Automoción, y lo que tocaba era diseñar y fabricar automóviles. Reeves llegó a figurar entre los primeros fabricantes de automóviles de Estados Unidos, y de hecho él mismo se jactaba de que su primer automóvil, el Motocyle (1896), era de alguna forma superior al Quadricycle de Ford. Aquella máquina capaz de transportar hasta siete pasajeros en su versión mayor montaba un motor bicilíndrico de dos tiempos de la Sintz Gas Engine Company, contaba con tracción total y, lo más importante, tenía transmisión de velocidad variable, mientras que el automóvil de Ford funcionaba con una sola marcha.
Ah, sí... Y como hacía mucho ruido, Reeves le incorporó en 1897 un curioso dispositivo en el escape: un silenciador. El primero de la industria del Automóvil. También fue pionero Reeves en poner un automóvil en Indianapolis. Allí el Motocyle se movía a una velocidad de 50 km/h, lo que era todo un acontecimiento. A pesar de esto, se cree que únicamente logró vender cinco unidades de aquel artefacto rodante.
Automóvil grande, venda o no venda
Tras el Motocycle vendría en 1898 el Big Motocycle, que como su propio nombre indica era grande. Se trataba de un autobús con capacidad para 20 personas, cuyas ruedas tenían un diámetro de casi —atención— 1,80 metros. No es una errata. Casi seis pies de diámetro, medían aquellas ruedancas. Tan grandes eran, que sus dimensiones dieron problemas al comprador del autobús, un hombre de negocios de Dakota del Sur que acabó devolviendo el gran vehículo a Reeves. Finalmente, el Big Motocycle terminó en manos de la Central Pacific Railroad.
Y después, los experimentos de Reeves con el mundo del montón de ruedas. Volvamos con la mente a los principios del siglo XX. Los caminos y carreteras —creadas para las carretas, recordemos— estaban llenas de baches. Unos baches que a velocidad de caballo apenas suponían un problema. Es decir: sí, las ruedas subían y bajaban, pero difícilmente la velocidad de paso llevaba a que los ocupantes de los carruajes sufrieran grandes golpes. Eso cambió cuando las riendas se transformaron en un volante, y la visión proactiva de Reeves decidió hacer frente a aquel problema.
La solución obvia para Reeves consistía en añadir puntos de apoyo sobre el terreno. Y fue así como, casi imitando la lógica de las orugas, modificó en 1911 un automóvil Overland añadiéndole cuatro ruedas y rebautizándolo como Octoauto. Montaba un motor de 40 CV, medía más de 6,10 metros de longitud para albergar cuatro plazas, y contaba con cuatro ruedas directrices delanteras, para mayor gloria de Rudolph Ackermann. El curioso automóvil se vendía por 3.200 dólares de la época (el equivalente a 70.000 euros de hoy en día). O habría que decir que ese era su precio, porque no se vendió, a pesar de los intentos de Reeves por ofrecer todo tipo de garantías en su publicidad:
Con semejante resultado comercial, en 1912 Reeves creó el Sextoauto, que obviamente era un Octoauto de seis ruedas. La segunda versión fue ya un modelo creado desde la base de un automóvil de seis ruedas. Y su argumento de venta fue, nuevamente, la comodidad de marcha.
Su precio fue incluso superior al que tenía el Octoauto: 4.500 dólares (el equivalente a 98.000 euros de hoy en día) que nunca acabaron de llamar la atención de su público objetivo, un público objetivo que en principio habrían sido clientes de elevado poder económico, capaces de desembolsar esa suma por viajar de forma cómoda a través de los maltrechos caminos de Norteamérica. Pero nunca estuvieron por la labor. Reeves se equivocó al pensar que su clientela apreciaría sus avances tecnológicos. Ni la estética convenció a la clientela ni tampoco la sencillez mecánica que prometía el inventor. Malos tiempos para aquellas ideas.