Por ejemplo

¡Cómo somos las personas en internet! El vídeo del profe de Bélgica que hacía que sus alumnos enviaran mensajes para concienciarles de lo difícil que es mantener la atención al volante mientras manejamos un móvil (más, en Circula Seguro, en Circula Seguro otra vez y en Motorpasión Futuro) propició algunas quejas porque el profesor no llevaba el cinturón puesto.

Y sí, ya sabemos que los profes, al menos en España, estamos exentos de usar el cinturón al dar clase dentro de ciudad, pero no es esa la cuestión. La historia está en que mosquea ver que alguien que trata de concienciar sobre un problema de seguridad vial prescinda de un elemento de seguridad vital. Como que no casa una cosa con la otra, ¿verdad? Hablemos hoy de estas batallitas que se conocen con una expresión de tan sólo dos palabras combinadas en locución: dar y ejemplo.

ejemplo.
(Del lat. exemplum).
dar ~.
1. loc. verb. Excitar con las propias obras la imitación de los demás.
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En realidad, hablamos del debate sobre el papel social de las personas que intervienen en esta materia tan de todos nosotros que es la seguridad vial. ¿Es el profesor un completo referente para el alumno? ¿O quizá es posible que ese papel no esté tan determinado como eso? Ya digo que la cuestión no es de las de responder “verdad” o “mentira” sino que admite opiniones a favor y en contra.

Alguien tiene que dar ejemplo

Dejemos al profesor belga sin su cinturón (de seguridad, quiero decir) y fijémonos en esos agentes de Policía que dejan el coche en la zona de carga y descarga o en el paso de peatones para irse al bar a tomar un café, que están que se caen de sueño, por ejemplo. Duele a la vista ese coche de Policía ahí, ¿verdad? Más de lo mismo: si ellos no dan ejemplo, ¿quién lo va a dar?

Esa es una buena pregunta. No porque la haya formulado yo, pero lo es. La legitimación de una norma por parte de la sociedad pasa por unos cuantos requisitos, y uno de ellos es que haya alguien con carisma o principio de autoridad que otorgue una cierta credibilidad a lo que se está diciendo que hay que hacer. Si no, mal asunto para esa norma.

Mal asunto, porque por muy legítima que sea la norma no estará legitimada, y pasará a ser una de tantas leyes que se dictan con suma facilidad para que queden ahí escritas, que el papel todo lo aguanta, también con suma facilidad. ¿Te suena lo de “estas normas no se las cree nadie”? Pues eso.

Es necesario que las normas sociales (y las leyes se supone que lo son) se perciban como algo propio, como algo que toca hacer por lógica, y un buen punto consiste en que esas normas de convivencia las refrende alguien con autoridad: un padre, un maestro, un médico, un agente de Policía…

De todas formas, eso de “si ellos no dan ejemplo, quién lo va a dar”, ¿representa un compromiso perpetuo? Es como lo de los polis de las pelis que no beben cuando están de servicio. Después del turno, ¿se pillan una turca para compensar? O ahí va otro ejemplo de cómo no dar ejemplo: los médicos que antaño fumaban dentro de la consulta. Ahora al menos lo hacen fuera.

Recuerdo que cuando me preparaba para profe, alguien se preguntó si ante un alumno teníamos que ser todos como la esposa del César 24/7. Si yo de lunes a viernes explico los peligros del alcohol al volante y el sábado y el domingo conduzco bebido, ¿mi actitud es más reprobable que la de otro conductor que haga lo mismo pero sin dedicarse al gremio de la concienciación?

No somos ángeles, pero se intenta

Acabo con una anécdota gamberrilla de mis tiempos de profe. Es una historia que he explicado varias veces, así que perdóname si ya te la conté. Sé que por todo lo que he dicho hoy nunca debería haber hecho aquello pero, ¡qué demonios! (vaya, me he tragado a un doblador de película para adolescentes), la ocasión bien lo merecía. Y diría más: creo que hasta lo requería.

Sucedió un día aciago. Volvíamos de examen con el coche cargadito de calabazas. Mira, cosas que pasan, yo qué sé. Conducía yo, y a mi lado se sentaba, cuidando de no tocar los pedales, un alumno otrora risueño, aquel día con cara de lógica tristeza. Atrás, dos chicas igualmente cabizbajas. Yo tampoco puedo decir que estuviera contento precisamente. Un coche fúnebre, vamos.

Llegamos a un semáforo por el que pasábamos en cada práctica, ya al lado de la autoescuela. Es un semáforo que se hace muy largo, aunque en rojo dura sólo un minuto y medio más o menos. Estoy primero de la fila. Se enciende la luz verde y, como por arte de magia, suena un claxon. La conectividad, ya se sabe. Es un mercedacos de esos que se compran por metros de eslora, tripulado por un tipo de unos sesenta años que emana prepotencia desde la montura dorada de sus gafas.

Grita algo y pita mucho.

Miro al alumno de mi derecha y con esa sonrisa asimétrica tan mía, que muestro hasta en la foto de mi boda (te lo juro), le propongo: “¿Lo calo o qué?” “Va, pasa, pasa…”, me responde él con desgana, pero ya es demasiado tarde. Mi pie izquierdo ha saltado. Miro al alumno como si se hubieran cambiado los papeles y él fuese ahora mi profesor. En mi nuevo rol, arranco el coche e intento salir, pero el coche se me vuelve a calar. El tipo del mercedacos no para de pitar y bracear, como loco.

Los alumnos empiezan a reír, sabiendo que están asistiendo a la infantil venganza de un profesor que está harto de que, día sí, día también, una panda de energúmenos piten a los chavales que sin querer calan el motor y se sienten mal por ello. Hasta siete veces se me cala en un trayecto de 60 metros. El tipo del mercedacos ha elevado las estadísticas anuales de contaminación acústica él solito.

Los chavales ya no están tristes, sino aliviados por partida doble. Porque ya han superado un poco la frustración del suspenso y porque ven que alguien comprende lo que ellos sienten cuando les hacen sentir unos inútiles al volante. Doble alivio para ellos, sí, aunque sea a costa de darles un mal ejemplo. Pero… eso: ¡Qué demonios! No siempre uno puede ser un ángel conduciendo. ¿O sí?

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