Corría el año 1984 en el centro de pruebas Milford Proving Ground de General Motors, en Michigan, cuando un empleado llamado Jack Clingingsmith, encargado de pruebas de Buick -trabajo de ensueño para muchos amantes del motor-, pasó por una época difícil a nivel económico y decidió sacarse un dinerito extra de forma fácil y sin que nadie se enterara (o eso pensaba él).
Entre las tareas del señor Clingingsmith en este centro del norte de Estados Unidos estaba la de deshacerse de los vehículos de pruebas y prototipos que ya no hacían falta -algunos de ellos incluso con tecnologías experimentales-, y que por ley había que destruir y convertir en chatarra, para evitar que pudieran llegar a particulares o que fueran conducidos por gente no autorizada para ello.
Un dinero extra
Por aquel entonces, por cada vehículo que se mandaba al desguace se obtenían en torno a 90 dólares, en concepto de metales para chatarra, pero Clingingsmith se dio cuenta de que quizá, si vendía los vehículos por piezas, podía sacar 1.000 ó 2.000 dólares sin problema, y no tendría más que depositar en las cuentas de General Motors el valor que habrían tenido como chatarra.
Clingingsmith recurrió entonces a Ingo Nicolay como intermediario, responsable de un concesionario de Pontiac en la localidad de Holly, en el mismo estado. Éste aceptó participar en la trama y reclutó, al mismo tiempo, a un tercero, Donald Holloway, dueño de Holloway Auto Parts, en Flint, que estuvo encantado de recibir coches con pocos kilómetros y bien mantenidos, para piezas.
Con ayuda de Holloway, que proporcionaba la documentación falsa sobre la destrucción de los vehículos, Clingingsmith siguió devolviendo a la compañía las placas con el número de bastidor, que era parte del proceso, para hacer creer tanto a General Motors como al Secretario de Estado de Michigan que los vehículos, efectivamente, se destruían -aunque no era así-.
Entre noviembre de 1984 y diciembre de 1985, la tienda de Holloway recibió 13 automóviles Buick y Oldsmobile que debían haber sido destruidos. Hasta el momento no habían tenido ningún problema, por lo que el propio Holloway pensó que, quizá, en lugar de desmontar los coches y vender las piezas, podría darles salida enteros y así ganar más dinero.
El principio del fin
Así pues, se puso manos a la obra y contactó con un concesionario de Manchester, en Tennessee, para evitar problemas en el mercado local. Fann Auto Sales, que así se llamaba, pareció interesado en los "coches de General Motors montados a piezas" que prometía Holloway. En Tennessee era legal vender coches creados a partir de las piezas de otros coches -después de accidentes serios, por ejemplo-, y así tenían excusa sobre por qué no había número de bastidor y podían volver a registrar los coches y obtener un nuevo número de identificación completamente legal.
Durante un tiempo el concesionario Fann compró coches a Holloway por 7.500 dólares cada uno y los fue registrando con nuevos números de bastidor para darles salida en el mercado, hasta que un día uno de los clientes que había comprado uno descubrió algo raro. Al llevar a cabo una reparación en su coche, descubrió que una pieza no coincidía con lo que especificaba el manual de usuario del vehículo, por lo que se puso en contacto con General Motors.
El dueño del coche consiguió hablar con un ingeniero de la compañía, que llegó a la conclusión de que la pieza que equipaba el automóvil de este señor nunca se había llevado a producción. Se trataba de una pieza utilizada únicamente para pruebas. Al tirar un poco más de la manta y descubrir el auténtico número de bastidor del vehículo, salió a la luz que, supuestamente, el vehículo debía haber sido destruido.
Desde General Motors contactaron con la policía del Estado de Michigan y, junto a la policía estatal de Tennessee, descubrieron que Fann Motors había comprado el coche en cuestión a Holloway, en Flint, junto con otros trece vehículos. Al pasar el asunto de estado a estado, la policía recurrió al FBI, de ámbito federal, quien interrogó a Holloway.
En un principio no quiso colaborar, pero después afirmó haber comprado los vehículos a Nicolay y haber facilitado la documentación falsa sobre la destrucción de los coches de pruebas a Clingingsmith. A su vez, Nicolay delató a Clingingsmith y, finalmente, todos admitieron que sabían la procedencia de los coches -Milford-, que debían haber sido destruidos.
Clingingsmith reconoció haber creado esta trama y su papel en la misma. Lo que no sabía es que Holloway, en lugar de desmontar los coches, los había vendido tal cual en Tennessee. Los compradores, también ingenuos, se dieron cuenta del asunto cuando las autoridades buscaron y requisaron sus vehículos, aunque compensándoles por ello.
Cuando el caso llegó finalmente a juicio, la fiscalía se dio cuenta de que, legalmente, lo que Clingingsmith había hecho con los coches no se podía considerar robo, y era precisamente de lo que querían acusarles a los tres, de 'conspiración para el transporte de coches robados entre estados'. Así pues, tuvieron que darle una vuelta al asunto y decidieron acusarlos de 'tráfico de vehículos de motor sin número de bastidor'.
Al final, en enero de 1987, los tres se declararon culpables de los cargos de los que se les acusaba pero, como no era un delito "serio", y era la primera vez que los acusados cometían un delito, recibieron condenas relativamente leves -podría haber sido mucho peor-: un año de cárcel, tres años de libertad condicional y una multa de 60.000 dólares.
Fuente | Deadline Detroit