La semana pasada quedamos en que la seguridad vial prevenía la siniestralidad vial y reducía los efectos que de ella se derivaban en función de un montón de factores de riesgo, y eso hacía que fuera una materia que tocaba muchos palos, lo cual desde siempre me ha hecho abrir el enfoque al máximo a la hora de plantearme temas de seguridad en la carretera.
Aún recuerdo que uno de los primeros temas que abordé en Circula Seguro, allá por el pleistoceno de la publicación, fue el de los bandoleros del asfalto. Nada, cuatro consejos básicos de cuando aún calentábamos motores sobre un tema que en alguna ocasión he recuperado por aquí. Son asuntos que tocan la seguridad pero de un modo más tangencial que los factores de riesgo.
Y hoy voy con uno de esos fenómenos que en principio dices: “¿eh?”, pero que también tienen su aquel. Me fascinó en cuanto supe de su existencia: los aparcacoches, los gorrillas o como quieras llamarlos. Y sí, el de hoy es un artículo más suave que el de la semana pasada, para ir alternando. Hoy es uno de esos faunas que luego me recriminas, pero es que estamos de puente de mayo y además llueve.
Ya te lo aparco yo…
Como hago a veces parto de una noticia, en este caso tuiteada por la Policía Nacional a principios de este mes que hoy acaba, que me la guardé para contártela un día que no tuviera ganas de hablar de otra cosa. Reproduzco los dos mensajes emitidos por el cuerpo policial (1 y 2):
Detenidos 3 falsos aparcacoches en la estación de Atocha (Madrid). Usaban los coches para uso personal. Cobraban 25€/día y recogían 20 al día
Los arrestados llevaban chalecos reflectantes y carnés identificativos de una empresa falsa y los estacionaban en un descampado a varios km
500 ñapos diarios. Negocio redondo, vamos. Te aparco el coche tan bien que ni te darás cuenta de que lo has dejado ahí. Y luego, si vuelves y no está, reclama a quien encuentres disponible, que yo no seré porque me estaré dando una vuelta con él. Eso sí, prometo cuidártelo mejor incluso que si fuera mío.
Nunca he soportado lo de entrar en un parking y que un tipo ataviado con una camisa azul de tergal me diga desde su vetusta silla de camping: “Deja el coche aquí con las llaves puestas”. Me da mal rollo. Será que me acuerdo del Ferrari 250 GT California del padre de Cameron y me entran todos los males:
Hay un artículo en el Reglamento General de la Circulación, el 92 para ser precisos, que habla de las obligaciones del conductor al dejar su puesto en el vehículo, y que especifica que hay que parar el motor, desconectar el sistema de arranque y, si nos alejamos del vehículo, adoptar las precauciones necesarias para impedir su uso sin autorización, además de dejar accionado el freno de estacionamiento.
Claro, en un parking el Reglamento obliga, ya que es un espacio privado pero utilizado por una colectividad indeterminada de usuarios que son los clientes de ese parking, pero a ver quién es el guapo que no autoriza al encargado del parking a coger el coche y encajonarlo de una forma que sólo él será capaz de extirparlo cuando vayamos a recogerlo con el tique en la mano.
Y luego nos extrañará que pasen cosas como lo de Atocha que contaba la Policía. Tanto cierre centralizado, tanto telemando, tanto inmovilizador electrónico y tanta puñeta… para acabar regalándole las llaves del coche al primero que pasa por ahí.
Ya te lo vigilo yo…
Capítulo aparte, pero muy apartado, merece lo de los otros aparcacoches, los gorrillas que te extorsionan como si hubieran escapado de una película de mafiosos, de esos que cuando te ven llegar se relamen mientras te dicen que en aquel lugar ellos vigilan que a tu coche no le pase nada.
Debo confesar que en una ocasión me encontré en una de esas situaciones. Si viviera en alguna ciudad donde estos seres abundan, ya no contaría la anécdota porque la tendría como algo habitual (aunque nunca normal). Pero como me ocurrió una sola vez… pues lo cuento.
Corría el año 1995, y aquella Barcelona que todavía construía a rebufo de los Juegos Olímpicos daba la bienvenida a un nuevo centro comercial llamado Glòries. Nos dio por ir a visitarlo, a ver qué se contaban. Pero el caos del tráfico en las inmediaciones del centro, con un montón de calles cortadas por obras en un barrio que aún hoy está en expansión, hizo que no pudiera acceder al interior para aparcar.
“Lo voy a dejar en ese solar. Total, hay como cincuenta coches aparcados, o sea que uno más tanto da”, le dije a mi mujer. Y sí, sí, allí me metí yo con el Clio Ipanema a buscar un hueco entre la multitud de vehículos congregados sobre el descampado. Aparco. Todo bien. Salimos del coche.
De pronto, me veo a todo un clan que se me acerca y me dicen que ellos vigilarán mi coche para que nada malo le suceda. Me pilló todo tan de sopetón que apenas atendí a lo que me pedían. Sólo recuerdo que me di media vuelta e ignorando no sé cuántas maldiciones que me echaron (calla, que lo de mi ruina económica no sea por eso) saqué el coche de allí y me largué despotricando de media Humanidad.
No es que yo sea de los que van diciendo que el coche y la mujer son las únicas cosas que no se dejan, pero si alguna vez me pides el coche, hazme un favor: no me digas que vigilarás que no le pase nada. Casi prefiero que me lo devuelvas con una rascada.