Automóvil: una historia de dependencia (parte 1)

Lo admito, soy un adicto al automóvil. Es algo que me viene de pequeño, como a muchos de los que estáis leyendo. Un buen día, sin darnos cuenta, nos empezó a gustar el automóvil. Después, casi sin saber por qué, tuvimos una necesidad de poseerlo, y eso nos acompañará casi toda la vida.

Somos unos enfermos silenciosos, si me admitís el término, que no estamos catalogados como tales. Nos tiramos una parte de nuestra vida deseando un coche, pero cuando ya está en nuestras manos, y tras haber pasado todas las penurias… ¿nos realizamos de forma personal? Bueno, igual alguien sí, pero el resto no.

La posesión del automóvil no es escrictamente necesaria, pero nos hemos educado en lo contrario. Necesitamos tener un coche, lo necesitamos ya y en cualquier momento por cualquier motivo. Hay quien lo ve de otra forma, como solo utilizarlo cuando realmente lo necesita, y el resto del tiempo, estar desenganchado.

¿Qué suelen vendernos los anuncios de coches? Libertad, realización, alegría, éxito, dominio… aunque al final, todos sirven para lo mismo: transportar. ¿O acaso disfrutaríamos un automóvil que no nos transportase? Sería como tener un juguete a radiocontrol o una maqueta, no sería lo mismo.

Como mínimo, los automóviles transportan a una persona, y de momento, un conductor al menos. Por lo tanto, transportan, aunque hay transportes y transportes. Un Citroën C1 y un Pagani Zonda realizan la misma función, pero hay una gran diferencia en el cómo. Esa diferencia vale una salvajada de dinero.

Normalmente vemos como a un triunfador al que posée un coche deportivo, o lujoso, o las dos cosas. Miramos despectivamente a los que usan el coche para transportarse, o como mínimo, no los vemos como iguales. ¿Quién es más feliz? Pues es una cuestión tremendamente relativa.

La mayoría de nosotros pertenecemos a la clase media, ese estamento social en decadencia (visto lo visto), pero nos podemos permitir tener un medio de transporte individualizado. Los deportivos o de lujo seguramente no podremos pagarlos ni con una vida de trabajo, pero los deseamos igual.

Si nos tocase la lotería o descubriésemos un tesoro bajo la plaza de garaje, una de las primeras cosas en las que nos gastaríamos el dinero sería en otro coche, uno que antes no estaba a nuestro alcance, o quien dice uno, dice varios. Venga, admítelo, yo también he hecho lo mismo, es natural desear lo que no se tiene.

Como hemos podido comprobar, estamos enfermos, porque nunca dejaríamos de desear coches. Tenemos ejemplos extremos como Jay Leno, que cuantos más coches tiene, más quiere, y nunca deja de adquirir. Parece que ese hombre nunca terminará de realizarse por esa vía, la adquisición de coches. ¿Es Leno más feliz que quien estrena su primer coche?

Adictos a adictos

Pasemos a otro tema. Imaginemos un coche que nunca se rompa. No necesitará revisiones, ni recambios, ni sufrirá degradación. Funcionará, dentro de lo que la física y química permitan, toda la vida. No necesitará mantenimiento, solo energía y que de vez en cuando lo lavemos. Si eso existiese, la industria del automóvil habría desaparecido.

Hemos asumido y aceptado que los coches se rompen, que necesitan piezas, que habrá que llevarlos al taller para más cosas que los elementos intrínsecos de desgaste. Nos parecerá raro un coche que nunca se rompa, hasta puede que nos aburramos de él. Pero nuestro deseo profundo es ese, que no falle.

Además de ser adicto al mantenimiento, nuestro coche tiene otra adicción: la energía. Actualmente, casi todos los coches del planeta se mueven con energías fósiles, otro modelo enfermo, que subyuga a millones de seres humanos en el mundo, incluyéndonos a nosotros mismos (y nuestros bolsillos).

Volvamos unos cuantos siglos atrás. Ahora no podemos apenas imaginar una movilidad sin combustibles o que implique pagar por moverse más allá del ámbito local, pero el ser humano ha conocido eso durante milenios. ¿Los veleros pagaban impuestos? ¿Los caballos exigían comida del otro lado del mundo o valía casi cualquier campo? No eran gratis precisamente pero moverlos casi.

En el mundo actual, elijamos la forma de movilidad que elijamos, tendremos que pagar por movernos. Sin embargo, hay una forma de movilidad que asusta por la independencia que puede generar, por eso se ha intentado varias veces ningunearla, sabotearla o condenarla al ostracismo. Pero mala hierba nunca muere.

La era del petróleo es como una llama en la oscuridad. Pasó de no usarse casi para nada a ser uno de los motores del mundo, y acabará dejando de usarse. Sin embargo, cualquier vistazo a un área costera puede revelarnos algo indiscutible: todavía funcionan barcos a vela.

El automóvil actual se basa en la dependencia. Somos dependientes de los coches, y ellos son dependientes de otras cosas, como la energía o el mantenimiento. Si fuésemos menos dependientes en cualquiera de esas tres variables, pondríamos la industria literalmente patas arriba como un escarabajo, y se moriría (tal y como la conocemos).

Para que todo el engranaje funcione, es necesario que siga habiendo esa dependencia. Eso no existía en la Antigüedad en los mismos términos. La revolución del transporte no ha terminado, está todavía en una fase temprana, aunque muchos creen que ya hemos llegado a la fase más alta. Pues no, se avecinan cambios, y bastante drásticos.

Mientras el cambio no se imponga, seguiremos con el modelo actual. Después de leer este artículo, muchos seguirán con nuestra mentalidad prefabricada de dependencia, y reaccionarán escépticamente ante cualquier opinión contraria. Ha sido así casi toda nuestra vida. ¿Qué hay más allá?

Continuará...

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