El diseño de los coches estadounidenses en los años 50 fue muy influenciado por la aviación y los inicios de la conquista espacial. Alerones imposibles, cokpits en lugar de habitáculo y formas dignas de un avión a reacción era el estilo que dominaba los coches de serie y los show cars de la época. Sin embargo, Chrysler se atrevió a ir más lejos y lanzar al mercado un coche equipado con una turbina, el Chrysler Turbine.
En el momento de su lanzamiento, de forma experimental, en el Salón de Nueva York de 1964, las familias de clase media estadounidense ya se veían dentro de unos años al volante de jets con ruedas. Económico, fiable y silencioso, lo tenía casi todo y Chrysler creía en su proyecto: montó una gira mundial donde enseñaría el coche en 23 ciudades de 21 países diferentes. El Chrysler Turbine prometía un futuro para la automoción que nunca llegó.
Soñando con coches a reacción
La aventura del Chrysler Turbine terminó en 1967, cuando la marca destruyó deliberadamente 45 de esas maravillas carrozadas a mano por Ghia. Fue en un desguace, en invierno de 1967. «Los brazos del toro mecánico atravesaban las lunas, estuviesen abiertas o cerradas. Luego un hombre vaciaba el depósito de gasolina y rociaba el interior con ella, para así estar seguro de que todo ardiese. Luego lo llevaban a un horno durante 20 minutos, antes de retirarlo y dejarlo en la prensa hidráulica. Saldría de allí tan plano como un pancake», recuerda Bill Carry. De esta manera terminó uno de los programas más innovadores que un fabricante haya llevado nunca a cabo, y con él, un genuino desafío a la dominación del motor a pistón.
Carry fue uno de los cinco ingenieros encargados del mantenimiento de los 50 Chrysler Corporation Turbine Car –así de árido era el nombre del coche- que Chrysler prestó a un grupo selecto de clientes con fines de investigación. Su trabajo le llevó a cruzar los Estados Unidos de norte a sur y de este a oeste solucionando los sorprendentemente pocos problemas que sufrían los coches. Actualmente, Carry suele ayudar al mantenimiento de los tres supervivientes, de un total de nueve, que siguen en propiedad de Chrysler (uno de esos nueve está en manos de Jay Leno).
Puede uno pensar que ocuparse del mantenimiento de 50 coches equipados con un motor de jet debía ser toda una aventura, habida cuenta de la ambición tecnológica que mostró Chrysler en aquel momento. Después de todo, el régimen de ralentí de las turbinas era de 22.000 rpm, pudiendo girar a más del doble del ralentí, y el calor que emana de debajo del coche es tal que podría secar toda una colada en 5 minutos. Aún así, después de ciertas dificultades iniciales, el Chrysler Turbine resultó ser un coche muy fiable.
El programa del Chrysler Turbine nació en una época de optimismo científico, en la época de los inicios de la conquista espacial y mucho antes de que la legislación –y la desafortunada realidad de la masificación del automóvil- empezasen a hacer mella. El Chrysler Turbine era fruto de la era del motor a reacción y de todas las fantasías que despertaba esa nueva tecnología, pero también era un proyecto serio, al igual que lo era para Rover que estuvo a punto de lanzar al mercado el P6 con una motorización turbina en 1961. Los 50 cupés carrozados por Ghia eran la culminación de 15 años de investigación, algunos de los resultados se mostraron públicamente bajo la forma concept cars (concretamente coches de serie modificados), mientras que otros no se divulgaron.
Una idea muy sencilla
Chrysler ya había trabajado sobre motores de avión, su programa de turbina de gasolina empezó durante la Segunda Guerra Mundial en medio del enorme escepticismo de la industria. Y no sin fundamentos. Los componentes debían sobrevivir a temperaturas superiores a 950 º C, ofrecer un consumo de carburante y prestaciones comparables a los de un motor convencional, y todo ello sin generar un volumen sonoro inaceptable. Problemas ulteriores incluían la falta de freno motor, una larguísima respuesta del motor a las solicitaciones del acelerador (similar al lag de los turbos de antaño) y gases de escape excesivamente calientes, así como la necesidad de desarrollar metales capaces de soportar el enorme calor. Y, por si fuera poco, la turbina debía ser ligera, compacta, de fácil mantenimiento y su coste competitivo con el de un motor a pistón. Todo ello no hace sino subrayar el logro de Chrysler.
A pesar del calor que emana de su zaga y que la velocidad de giro de la turbina (el régimen máximo aquí es de 44.617 rpm) puede asustar, una turbina es una cosa relativamente sencilla y más segura de lo que aparenta. Funciona del siguiente modo: el aire entra en un compresor, lo que multiplica por cuatro su presión. En el Chrysler, el aire comprimido es calentado en la primera mitad de la turbina gracias a dos regeneradores, luego entra en la cámara de combustión donde el carburante es vaporizado y quemado a 926ºC (1.700 ºF). Los gases calientes se precipitan entonces en la turbina que acciona el compresor y luego a través de la turbina que hace girar las ruedas posteriores del coche. De cierto modo es como si el coche funcionase sólo con un inmenso turbo. Los gases pasan luego en la segunda mitad de los regeneradores, donde pierden gran parte del calor que conservan.
Los primeros motores a turbina de Chrysler no disponían de regeneradores, los cuales eran una maravilla de la tecnología que no solamente reducía la temperatura de los gases de escape hasta un nivel aceptable (por debajo de los de un motor a pistón) sino que también mejoró considerablemente el consumo de carburante. El desarrollo de los regeneradores intervino a principios de los años 50, y para 1959 la compañía ya había fabricado un motor de segunda generación a menor coste que contaba con metales resistentes al calor. Éste, al igual que el motor de tercera generación, fue probado en carretera a través de todo el país montado en toda una variedad de modelos incluyendo un Dodge Dart que disponía de una toma de aire de apertura variable, lo que mejoraba el consumo, la respuesta del motor y el freno motor.
Diseño Chrysler y artesanía Ghia
Dos Dodge Darts equipados con turbina visitaron más de 90 ciudades en Estados Unidos para ver la reacción de los consumidores antes de que Chrysler se embarcara en su ambicioso –e inmensamente costoso- proyecto de probar una serie de modelos, expresamente construidos, gracias a 200 clientes a través de todo el país. En 1962, Chrysler anunció que fabricaría de 50 a 75 coches que serían prestados a 203 «automovilistas típicos» -de los cuales sólo 20 eran mujeres- los cuales los conducirían durante tres meses a cambio de recopilar toda una serie de datos.
Esos coches tampoco eran simples versiones modificadas de modelos ya existentes de la marca. Las carrocerías eran únicas, fabricadas para Chrysler por el carrocero italiano Ghia. Dicen que cada coche valía 300.000 $. El Turbine fue diseñado por Elwood Engel, el cual dejó Chrysler por Ford, poco antes de la presentación Turbine, donde diseñaría el Thunderbird (se pueden ver rasgo del T-Bird en el Turbine y viceversa). El Turbine fue presentado en el Salón de Nueva York, el 14 de mayo de 1963 como Chrysler Corporation Gas Turbine Car. Los 50 coches fueron pintados con el mismo color “Turbine Bronze” con el techo recubierto de vinilo negro, aunque sólo uno de los 5 prototipos de desarrollo fue pintado totalmente de blanco y se convertiría en la estrella de la película de Jack Arnold ‘The Lively Set’ (1964).
Las carrocerías eran autoportantes, pero había un subchasis delantero que se podía quitar con las suspensiones para acceder a la turbina. Eso hacía que tan sólo fuesen necesarias 3 horas para cambiar un motor completo. Sorprendentemente, la transmisión (un cambio automático convencional de tres relaciones por convertidor de par), el motor y la dirección asistida compartían el mismo aceite, el cual nunca se tuvo que cambiar ya que ninguna partícula lo contaminó jamás. Esto, y la simplicidad del motor, habrían permitido a estos Chrysler acumular una cantidad de kilometraje muy elevada, si sus vidas no se hubiesen acortado prematuramente.
El esmero aportado al diseño exterior se aprecia quizá todavía más con el fabuloso diseño de un interior que parece de juguete: los asientos de cuero de color naranja metálico no tienen precio, las alfombrillas naranjas y, separando el habitáculo en dos, el túnel de transmisión cuyas extremidades recuerdan las aletas de una turbina.
El túnel alberga el modesto pomo de cambio, los botones giratorios con aletas cual misil de los limpiaparabrisas y pilotos, así como los mandos de la ventilación y la calefacción. Sin embargo no tiene aire acondicionado. Al frente, nos encontramos con un volante naranja y plata que domina el cuadro de instrumentos compuesto por tres círculos. Dispone de un cuentarrevoluciones que sube hasta 60.000 rpm, un indicador de temperatura de la turbina y de la admisión, un velocímetro graduado hasta 120 mph (192 km/h) y, de manera más prosaica, un reloj, un amperímetro y un indicador de nivel de carburante.
El fin de las turbinas
Desde finales de 1964, cuando se finalizó el Turbine nº55, hasta el 18 de enero de 1966, cuando el programa Turbine finalizó, hubo 50 coches repartidos por todos los Estados Unidos recopilando una valiosa información. La altitud elevada causó ciertos problemas, por ejemplo, y no realizar correctamente la secuencia de encendido podía romper el motor en unos segundos. Pero los problemas fueron muy pocos si se toma en cuenta la magnitud del experimento. Los 50 coches acumularon más de 1,1 millón de millas, mientras que el tiempo en el que los coches estuvieron parados debido a una avería equivale a tan sólo un 4% del tiempo total, y casi siempre se debía al tiempo de espera por el ingeniero o algún recambio que tardaba en llegar.
En aquel entonces, Chrysler tenía pensado vender un modelo específico equipado con un motor de quinta generación a una selecta clientela. Un nuevo cupé fue diseñado por Engel, pero el proyecto fue abortado repentinamente, matando en el proceso las ambiciones de Chrysler de comercializar coches motorizados por turbina. ¿Por qué? Las nuevas normas anticontaminación cobraban cada vez más fuerza a mitad de los años 60 (con el ‘Clean Air Act’), y Chrysler no estaba segura de poder fabricar una turbina que cumpliese con las nuevas regulaciones y especialmente los limites de óxido de nitrógeno (justamente el único contaminante que producía de forma significtaiva la turbina). De todos modos, Chrysler necesitaba sus mejores ingenieros para que sus motores convencionales pudiesen cumplir esas normas. Pero el programa no murió completamente. El nuevo cupé finalmente vio la luz, con un motor convencional y bajo otra marca del grupo: fue el Dodge Charger de 1966. Aún así, Chrysler siguió investigando con las turbinas, pero en 1977, al borde de la quiebra tuvo que abandonar esa investigación.
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