Hasta la fecha, los coches se arrancaban a fuerza de darle a una manivela ensartada en el frontal del vehículo. Lo habréis visto en decenas de películas de cine mudo. Cuentan que los clásicos números de modelo de Peugeot con el 0 central en principio no eran más que un recurso para adornar el agujero de la manivela, que era desmontable, claro. Si no lo hubiera sido, más de uno se habría tropezado con ella al pasear por la calle y se habría hecho daño.
De hecho, en aquellos tiempos la manivela de arranque era la primera causa de daño físico asociado al uso de vehículos. Bueno, lo he dicho mal. La primera causa no era la manivela, sino el retroceso de esta cuando el motor arrancaba, que podía partirle un brazo a los conductores menos experimentados.
A medida que los coches dejaron de ser invenciones extrañas y diabólicas para pasar el rato y se fueron convirtiendo en medios de transporte cuyos motores necesitaban ser arrancados una y otra vez, se hizo necesaria la evolución del sistema porque aquello no era serio. De hecho, en inglés se habla de que alguien está cranky, o sea irritable, en honor a la puñetera manivela, llamada crank, lo que nos da una ligera idea de cómo tenía que ser de fastidioso el ritual de poner en marcha el motor.
Con la incorporación del motor eléctrico a los automóviles, más de uno dejó de estar enfadado con la manivela, más de dos dejaron de romperse los brazos, y las mujeres de la época comenzaron a aparecer en los anuncios de Cadillac como conductoras, y no como simples acompañantes o peatones. El coche ya se podía poner en marcha con relativa facilidad.
Además de la mayoría de las motos, de arranque accionado por pedal, hubo varios modelos de turismo que a lo largo del siglo XX conservaron el recurso de la manivela. Quizá los más conocidos sean el Volkswagen Escarabajo, el Renault 4CV y el Citroën 2CV. Pero también es posible recuperar, gracias a los siempre maravillosos Lada, lo que tenía que ser la magia del arranque manual cuando te caía el agua de la lluvia sobre el cuerpo:
Gracias, Charles Franklin Kettering. De verdad.
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